
El mundo de la música actual parece cortado por el mismo patrón, hoy en día surgen grandes figuras, fenómenos de masas pero que al fin y al cabo son mero producto empresarial. Desde aquí me habréis podido ver alabar por ejemplo a Britney Spears, pero sinceramente, tanto ella como todos sus coetáneos de la industria discográfica son un mismo clon de una célula madre original, con sus correspondientes diferenciaciones de estilos.
Britney, Madonna, Christina Aguilera, Beyonce... todo sigue un mismo patrón, esperados lanzamientos, publicidad impactante, conciertos super escenereografiados con grandes coreografías y cuidadas presentaciones, discos con colaboraciones de renombre, videoclips muy visuales... todo destinado a sorprender desde el primer momento, a que se quede grabado en nuestras retinas y/o cerebros y arrastras una considerable masa de fans o clientes potenciales que sin darnos cuenta nos conformamos una y otra vez siempre con lo mismo como si fuese cada una de ellas una novedad.
Pero hubo un tiempo en el que sin quitar el interés económico obvio y subyacente la música también estaba influida por la originalidad y la particular personalidad que intentaban insuflarle sus interpretes o autores. Tiempos que por suerte dieron grandes tesoros que pasaran a la memoria cultural para afianzarse en ella, particularidad que en contadas ocasiones ocurrirá con los grandes fenómenos de ventas de la actualidad, por mucho que nos entristezca.
Hoy me gustaría dedicarle mi particular y humilde homenaje a una de esas extrañas pero como tal valiosas joyas,
Kate Bush, todo un singular y excepcional icono lírico de los ochenta.
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